Granada, Alhulia Editorial
Premio Melaza de Poesía Villa de Salobreña 2018
Nominado al Premio Nacional de la Crítica de Poesía 2018
Quinto mejor libro de poesía española de 2018 (El Cultural de El Mundo)
Entre 1304 y 1321, Dante Alighieri imaginó el infierno, purgatorio y paraíso de un puñado de personajes en sus respectivos treinta y tres cantos de la Divina comedia. La pierna ortopédica de Rimbaud es su continuación, un agujero negro por el que contemplar a una galería de poetas, filósofos, pintores, novelistas, cantantes, bibliófilos, directores de cine e incluso el mismo autor, gozando o penando el merecido premio o tortura por haber vivido como lo han hecho; un paseo por el infierno, purgatorio o cielo de Lope de Vega, Robert Louis Stevenson, Bob Dylan, Fernando Pessoa, T. S. Elliot, David Bowie o Jorge Luis Borges; treinta y tres poemas que son otros tantos juicios rigurosamente irónicos.
Fragmento
«La resurrección de Dante»
Pintó Giorgio Vasari seis poetas:
dos sin laureles; con, otros cuatro;
cinco llevan cubierta la cabeza,
dos tienen un libro entre las manos.
Pintólos Vasari en una mesa
cubierta con un liso y verde paño,
pintólos entre libros y entre esferas,
sospecho de lo que estarán hablando.
No es Beatriz ni Laura en quienes piensan,
ni en Mandetta ni amor ni desengaños;
tampoco en la Toscana ni en Florencia,
ni en sus bellos campos y palazzos.
Es en ti, lector, para que entiendas,
en ti, que soy yo mismo y miro el cuadro;
es en quien al mirarlos los recrea
y al leer los está resucitando;
es en quien la vida les devuelva
y les saque del lienzo congelado,
es en quien les exhume de la tierra
y se torne en poeta al recitarlos.
Pintó Giorgio Vasari seis poetas,
lo hizo en mil quinientos cuarenta y cuatro,
hurtó sus rostros vagos a la hierba,
juntó lo que el tiempo no ha juntado;
pensó que la poesía es eterna,
que los seis seguirán siempre charlando,
seis que tienen tu edad y hablan tu lengua,
nacieron en tu casa y son toscanos.
Reseñas
Si José Luis Gracia Mosteo no existiese, habría que inventarlo. Es un tipo genial, divertido, dotado de eso que tanto escasea en nuestros pagos y que se llama en inglés wit, amigo de sus amigos, lector impenitente, humorista de hondura y, como tal, propenso a una melancolía muy creativa, estética y saludable. Tengo el placer y el honor de considerarme su amigo. Pocas personas han leído mis versos con la complicidad con que él lo hace. Yo intento corresponderle disfrutando como un enano de las aventuras del inefable inspector Barraqueta, una de sus creaciones más desternillantes e ingeniosas. Hay un escritor de raza en prosa y en verso en el interior de este aragonés de Calatorao, nacido para hacernos la vida más grata, más aguda y más chispeante.
Como poeta, tiene varias voces, todas ellas personales e intransferibles, como le ocurría al maestro Pessoa. Una de esas voces, acaso la más honda, es la que se deja oír en estos retratos cuánticos, homenaje de José Luis a sus nombres propios favoritos. El que ocupa la casilla última no es otro que el propio Mosteo, cerrando el libro con un impecable autorretrato en el que afirma que es un aparecido, una especie de revenant de los que hablaba el Padre Calmet, quien escribe los versos del poemario. Antes han circulado por sus páginas el físico Erwin Schrödinger (el del gato que lleva su nombre, ejemplo celebérrimo de los interrogantes a los que conduce la mecánica cuántica) y algunos de los escritores más importantes de las letras universales, como Lope, Quevedo, Góngora, Coleridge, Borges, el citado Pessoa, T. S. Eliot, Stevenson o Perse, por citar tan solo algunos de los maravillosos escritores a los que se rinde tributo en este libro. El colofón es un recuerdo de la madre muerta clausurado por esta emocionante frase de despedida: «Hasta siempre, mamá».
Cada uno de estos retratos líricos supone una auténtica lección sobre los aludidos, que se muestran tan desvelados (por lo menos) como la Isis de Madame Blavatsky, y se ofrecen a la vista reinterpretados a golpe de sensibilidad, sabiduría e inteligencia por el autor del libro. En unos cuantos versos se nos dice lo mismo que podría comunicarnos el erudito de turno en una disertación de varios centenares de páginas. Esa es la magia de la intensidad, desplegada por José Luis en un lenguaje feroz y profundamente connotativo, como cuadra y conviene al gran poeta que lleva dentro.
Borges decía que se sentía mucho más orgulloso de lo que había leído que de lo que había escrito. Si no hubiese sentido esa pasión por la lectura, el escritor argentino no nos hubiese regalado, a buen seguro, una obra insuperable como la suya. José Luis Gracia Mosteo también se apunta al gremio de los lectores, pues es gracias a su compromiso con la lectura como ha llegado a escribir estos espléndidos retratos, por cuya superficie es tan grato discurrir con ojos asombrados y satisfechos.
Solo me queda agradecer al infinito laberinto de los efectos y las causas la feliz oportunidad de asociarme a este libro con estas líneas preliminares.
Luis Alberto de Cuenca, poeta y exdirector de la Biblioteca Nacional de España
…33 protagonistas que son interpretados por Gracia Mosteo con suma maestría e inteligencia, condensando en pocos versos la caracterización más destacada de cada uno de ellos que ha servido al autor para situarlos en ese cielo, infierno o purgatorio creado a modo y semejanza de la Divina comedia….
Fernando Carnicero, El Periódico de Aragón
…El jurado ha valorado la especial sensibilidad de la obra, la profundidad de pensamiento del autor, así como la riqueza del lenguaje y de las construcciones poéticas…
Jurado del Premio «Melaza» de Poesía
La poesía de José Luis Gracia Mosteo huye de la solemnidad y no por eso es poco seria, sino más bien todo lo contrario. Es capaz de encontrar el tono preciso para contar lo que le preocupa y le interesa sin apabullar, escapando de solemnidades vacuas, sin creerse en posesión de una sensibilidad única o una voz particular, aunque las tiene. En apariencia, La pierna ortopédica de Rimbaud es puro juego, y lo es, pero no es solo eso.
Gracia Mosteo resucita al maestro Dante Alighieri y lo remeda en su particular bajada a los infiernos, en su paso por el purgatorio y en su subida al cielo. En esta ocasión, el poeta no va en busca de Beatriz alguna, aunque parece sentirse acompañado en su periplo por Pilar Mosteo Laborda —su madre, a quien dedica el libro in memoriam—, que lo «sigue mirando en silencio, doce libros después, y cuyo retrato atisbo en el espejo» mientras escribe.
Con La pierna ortopédica de Rimbaud, el autor nos propone un interesante viaje en el que, con total seguridad, nos cruzaremos con viejos conocidos, queridos fantasmas cotidianos que conviven entre las páginas de este poemario. Gracia Mosteo demuestra ser un lector empedernido que lee bien y atina con el tono preciso para recrear, a través de breves pinceladas, la esencia de cada uno de ellos. Es este libro un sencillo homenaje a la literatura, un encuentro pausado con los escritores que forman la particular constelación literaria del autor y a la que se suman otros personajes esenciales de su particular educación sentimental.
La pierna ortopédica de Rimbaud imita estructuralmente a la Divina comedia —Infierno, Purgatorio y Cielo— y sigue la ruta de sus treinta y tres cantos a través de treinta y tres poemas (más un epílogo y un glosario de «Fantasmas»), cada uno de ellos dedicado a un personaje querido por el autor. Muchos son escritores, pero también hay críticos, músicos y directores de cine conocidos. La gran mayoría están muertos, pero los hay también que habitan su particular purgatorio en vida, como es caso de Bob Dylan, que se pregunta qué le queda sino «…dar vueltas / como Ulises, pero también como una cucaracha / que sabe que no es Penélope, sino la Nada, / quien, al final de su viaje, le espera».
Los habitantes del averno de Gracia Mosteo ya lo vivieron en vida. Con él visitamos los infiernos particulares de Lope de Vega («El infierno a medida de Lope»), Góngora («Góngora se hace añicos») y Quevedo («El juicio final de Quevedo»). Entre los habitantes de «la ciudad doliente», nos topamos, entre otros, con Clarín «ante el fuego eterno» de «España, con lo que esconde»; con Gil de Biedma al que el autor interpela y ruega: «Si el tiempo es una rueda y somos polvo, / no gastemos, Jaime, ni un gemido». Y, cómo no, con Rimbaud y su pierna ortopédica porque «Dios niega a los poetas derrotados».
Gasta humor e ironía Gracia Mosteo en su tour por el Purgatorio. Allí coloca a Luis Buñuel, que «domesticaba ratas y leía / con devoción literatura rusa», a Harold Bloom al que le dedica el poema Bloom le roba la ropa a las musas, que se convierte en un certero alegato sobre qué entiende el autor por buena y mala literatura. También están en esta estancia intermedia Borges y Octavio Paz, Bowie, Dylan o el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge —«que ha muerto y brilla en la niebla / de los siglos, pero anulado por la luz / de una estrella llamada Kubla Khan»— a quien dedica el poema «Por qué Coleridge ignora que ha muerto».
A las puertas del cielo nos espera Robert Louis Stevenson —«¿Cómo admirar al ligero Aquiles, / si el infierno no te doblegó?»—. En este paraíso reina John Ford, quien «…al ir al cielo / ocupó del buen Dios la vieja silla / mientras el Hacedor se hacía hombre / y bajaba, cual Ford, a hacer películas»; y en él encontramos a Pessoa, Nieztsche o Ricardo Molina. Y también al músico Enrique Urquijo, a quien el autor dedica el conmovedor poema Enrique Urquijo ve salir el sol de medianoche: «No podía creer que fuera él. No, ya no amaneció / más para su tristeza: un flash insano / iluminó su rostro en la lluvia; sentado en un portal, / un poeta buscó a Dios en el caballo».
El escritor no es un hombre sino una sombra que escribe por su mano, apunta Gracia Mosteo en «Desintegración del autor», el poema 33 de su particular Comedia: «No soy yo quien escribe esto: / todos los escritores tienen un fantasma […] No soy yo, sino el que mi mano guía, / azar, olvido, tiempo». Para él, el poeta es todos los hombres, cada uno de sus lectores, y abrir un libro supone el momento supremo de la resurrección, el instante preciso en el que el papel se hace carne.
M. Ángeles Robles, Diario de Sevilla
El 19 de mayo de 1891, Arthur Rimbaud desembarca en el puerto de Marsella, enfermo y derrotado, después de una vida de excesos que le lleva a deambular desde muy joven por Europa y África, traficando primero con palabras y luego con armas. Esto le permite amasar una pequeña fortuna en lo económico y una gran fortuna poética que perdura hasta hoy. Días más tarde le amputan una pierna a causa de una sinovitis que degenera en carcinoma. Este episodio motiva el título del último libro de José Luis Gracia Mosteo, La pierna ortopédica de Rimbaud, primer Premio «Melaza» de poesía, un ejemplo paradigmático de cómo se puede acceder al Parnaso a partir de los demonios personales.
El acceso al paraíso a través del infierno y del purgatorio estructura el libro pero no tomando como punto de partida al poeta simbolista francés, sino los treinta y tres cantos de la Divina comedia de Dante Alighieri, un descenso a los infiernos del arte y de la literatura y una posterior ascensión que culmina, en buena lógica, con la desintegración del propio autor y una nueva fusión con el cuerpo de la lectura. Todos nosotros «llevamos el cielo y el infierno» en nuestro interior, se dice por boca de Platón en el epílogo.
«Desintegración del autor», titula Gracia Mosteo el último poema, o tal vez lo contrario, integración en el otro que escribe por uno mismo, ese semejante o hermano al que cantara Charles Baudelaire en su poema «Al lector», el que escribe o reescribe lo que el autor ni siquiera podría imaginar.
José Luis Gracia Mosteo poetiza, desde la ironía, a 33 personajes, poetas y narradores, bibliófilos, pintores, cineastas, científicos, cantantes, filósofos, etc., tantos ecos como peldaños en esta escalera de Jacob. Destaca el primero de ellos, «La resurrección de Dante», una recreación del cuadro de Giorgio Vasari «Seis poetas toscanos» (1544), escrito en endecasílabos a la manera italiana de la época; y el número 32, «Elegía de Luis el oboe», por la carga emotiva de los versos dedicados al padre. Baladas, odas, elegías, acogen episodios de la historia del arte y de la literatura mediante la nota biográfica, las múltiples referencias bibliográficas y poéticas, la anécdota y la máxima, la idea estética, el afán narrativo.
El respeto a la forma clásica no deja de ser, sin embargo, un juego literario, una ironía inherente al pastiche. Cualquier texto es susceptible de convertirse en un palimpsesto.
José Luis Gracia Mosteo lo sabe, por eso resulta imprescindible hacer una lectura en vaivén, consultar las notas del final, la frase entrecomillada de cada uno de los personajes, porque son la idea central que justifica el objeto del poema. En este libro de lector empedernido, no hay palabra que no esconda una idea, no hay puntada sin hilo, no hay arte sin emoción. Por eso. La pierna ortopédica de Rimbaud es también una manera de entender la literatura, un decálogo de preferencias y un homenaje a cuantos comparten en estas páginas infierno, purgatorio y cielo, los múltiples yoes que componen el mosaico del conocimiento personal, la escritura del otro al que un día invitas a casa y se queda para siempre.
La lectura es, no lo olvidemos, el zócalo de lo escrito, lo que se sostiene en el tiempo, un factum pero también una gama de infinitas posibilidades. Escribir es entonces sugerir, y ahí tenemos uno de los valores de este libro, que dice que en la suma de escritura y lectura es donde vamos a poder encontrar lo «Uno» de la literatura, un lenguaje completo antes de ser escrito que, en la naturaleza de sus potencialidades, aspira únicamente a un diálogo presente y futuro, a un continuo resucitar y pervivir en el papel, al encuentro de una razón especular.
Juan Antonio Tello, Heraldo de Aragón
Soy lector desde hace años de José Luis Gracia Mosteo (Calatorao, Zaragoza, 1957), magnífico escritor aragonés afincado en Madrid que ha cultivado la novela, los relatos, la crítica literaria, el ensayo y la poesía. He reseñado aquí muchos de sus libros, entre ellos sus tres poemarios anteriores: La balada del valle verde (2004), Blues de los bajos fondos (2009) y Romancero negro (2017). Su libro de poesía más reciente es La pierna ortopédica de Rimbaud, con el que ha obtenido el I Premio Melaza de Poesía convocado por el Ayuntamiento de Salobreña.
En La pierna ortopédica de Rimbaud, José Luis Gracia imagina una divertida y original continuación de la Divina comedia de Dante Alighieri y escribe, igualando el número de cantos de la obra original del florentino, 33 poemas, a los que añade un epílogo, dedicados a otros tantos escritores, filósofos, pintores, cantantes, bibliófilos, directores de cine, algún científico e incluso, en un espléndido poema final titulado «Desintegración del autor», al propio escritor del libro. Se reparten equitativamente por infierno, purgatorio y cielo el propio Dante, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Leopoldo Alas «Clarín», Gil de Biedma, José Luis Melero, Scott Fitzgerald, Llorenç Villalonga, T. S. Eliot, Rimbaud, Coleridge, Robert Browning, Ovidio Gracia Abarca, Buñuel, Harold Bloom, Saint-John Perse, Robert Graves, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, David Bowie, Bob Dylan, Robert Louis Stevenson, Jules Laforgue, Fernando Pessoa, John Ford, Enrique Urquijo, Jorge Noriega, Nietzsche, Erwin Schrödinger, Ricardo Molina, Luis Gracia y el propio autor del poemario, José Luis Gracia Mosteo. El epílogo está dedicado al poeta bilbilitano José Verón Gormaz. A cada uno de ellos escribe el autor un ingenioso y logrado poema, marca de la casa.
José Luis Gracia Mosteo vuelve a poner de manifiesto su condición de ávido y provechoso lector y de hombre culto y erudito a la par que ingenioso y poéticamente hábil, juguetón y divertido. Canta con sus versos a un elenco de personajes de épocas y oficios diferentes, ilustres y clásicos algunos y menos famosos y conocidos otros. Muertos y muy muertos en su mayoría, pero todavía bien vivos y coleando algunos otros. Y junto a tanto nombre ilustre, el poeta no duda en incluir, como homenaje y entrañable reconocimiento, a algunos familiares queridos: su recientemente fallecido tío, Ovidio Gracia Abarca, hijo del mayorazgo de la Casa Chuan de Oliván en Huesca; o su padre, Luis Gracia, también pirenaico de nacimiento al que denomina músico y agricultor y al que llama Luis el Oboe, por el instrumento que tocaba durante su servicio militar. No menos emocionalmente sentida es la bella dedicatoria final del libro a su madre, Pilar Mosteo Laborda, «desaparecida el 10 de enero del 2015, que me sigue mirando en silencio, doce libros después, y cuyo retrato atisbo en el espejo».
No hay espacio aquí para detenerse en cada uno de los poemas, que es recomendable leer despacio y saborear verso a verso. Pero, si hay que destacar alguno, tal vez deba ser el último, «Desintegración del autor», con estos inicio y final: «No soy yo quien escribe esto: / todos escritores tienen un fantasma / que redacta sus libros con ellos. […] No soy yo quien escribe esto / todos lectores tienen un fantasma / que ojea y lee sus libros con ellos». Me ha gustado a mí especialmente el dedicado al infortunado Enrique Urquijo, «un poeta que buscó a Dios en el caballo», que recomiendo leer escuchando «Y no amanece», la canción de Los Secretos. Y también el epílogo dedicado al espíritu de Verón: «Digo yo que Pessoa y Laforgue, / Scott Fitzgerald y Stevenson /, además de Verón, son mis virgilios, / ellos, sus novelas y poemas. / Dicen los discípulos de Platón / que llevamos el cielo y el infierno: / digo yo que el mal lo cantó Rimbaud, / el bien, Verón en sus versos: / el campo, el sol que nace / y el paso lento del tiempo».
La pierna ortopédica de Rimbaud es, ya desde su título, un libro original, ameno, divertido y bien escrito. Que se lee en un momento y con provecho porque es breve y hace honor a la máxima graciana. Con él, José Luis Gracia Mosteo ha vuelto a dar poéticamente en el clavo.
Carlos Bravo Suárez, Diario del Alto Aragón
Quinto puesto en la lista de mejores libros de poesía española del 2018.
José Manuel Benítez Ariza, Revista El Cultural (El Mundo)
La pierna ortopédica de Rimbaud, el último poemario del poliédrico escritor de Calatorao, José Luis Gracia Mosteo, ha conseguido el máximo galardón del I Certamen de Poesía «Melaza» del Ayuntamiento de Salobreña. Dulce como el título del premio y la miel e irónico y punzante como el aguijón de las abejas que la fabrican, se compone de treinta y tres deliciosas radiografías poéticas en las que se escanea desde distintos ángulos la vida y la obra de otros tantos poetas, dramaturgos, novelistas, filósofos, bibliófilos, pintores, cantantes, cineastas… En suma, artistas de todo tipo, condición y época que, por distintas razones, se han constituido en los particulares «virgilios» del autor, verdaderos maestros para él de sus respectivas artes, y en gran medida, si no en su totalidad, casi seguro también para la inmensa mayoría de nosotros.
La pierna ortopédica de Rimbaud es una decantación, o mejor aún, una lenta fermentación de su libro de relatos, El pintor de fantasmas, publicado en el año 2004. En él ya se encontraban muchos de los espectros artístico-literarios del presente poemario (desde el poeta maldito y la desgracia que le da título, pasando por Coleridge, hasta llegar al propio autor), pero también estaba su sentido del humor, a veces socarrón, irónico y malicioso siempre; su lenguaje preciso y contundente (como dice, le gustan las palabras «pesadas en balanza de joyero»), e incluso la intención última de la obra: realizar un viaje en busca del misterio de la escritura y la creación, descubrir el juego entre la apariencia de lo artístico y la realidad del mundo o viceversa, entre la realidad de lo artístico y la apariencia del mundo. Pero ahora, todo ello ha sido tamizado, cernido por el paso del tiempo y la necesaria contención y precisión requerida por el lenguaje poético.
A modo de irónica continuación de la Divina comedia de Dante, Mosteo manda a su particular infierno a Lope, Góngora, Quevedo, Clarín, Gil de Biedma, José Luis Melero, Scott Fizgerald, Villalonga, Eliot, al mismo Rimbaud e, incluso, al propio Dante. En el purgatorio expían sus pecados Coleridge, Browning, Gracia Oliván, Buñuel, Bloom, Saint-John Perse, Graves, Borges, Octavio Paz, David Bowie y Dylan. En el cielo residen Stevenson, Laforgue —su poeta preferido, al que dedica unos emotivos versos de corte autobiográfico—, Pessoa, John Ford, Enrique Urquijo, Jorge Noriega, Nieztsche, Schrodinger, Ricardo Molina, Luis Gracia y el mismo autor.
Con un estilo impresionista conformado mediante inteligentes pinceladas de erudición y un fino humor, constituido en su mayor parte a base de una sutil ironía, compone baladas, odas, elegías, etc., en su mayoría poemas breves y de extraordinaria ligereza («siempre me han gustado los versos bien cortados […] las imágenes audaces que rompen la realidad; la sinceridad descarnada o la mentira como arte»), en los que de manera magistral funde y resume biografía y obra de los personajes elegidos, con el fin de humanizarlos y si se quiere también de desmitificarlos de una manera divertida, a veces incluso un tanto guasona, y mandarlos al infierno por su excesiva afición a las mujeres (Lope); al purgatorio, por su necesidad de recurrir a las drogas para lograr la perfección (Coleridge); o al cielo, como Stevenson, que ya purgó sus pecados con su dolor en la tierra, por citar solo unos ejemplos.
También hay ciertos guiños cómplices a amigos personales, es el caso del erudito y bibliófilo zaragozano, José Luis Melero, al que condena acertadamente a la Eterna Biblioteca del infierno por su pasión desmedida por los libros, o poemas de corte autobiográfico, como el dedicado a su tío, «Balada de Ovidio Gracia Abarca», y el de su padre, «Elegía de Luis el Oboe», un hombre que pasó de músico a labrador, que supo desaprender y le descubrió con su ejemplo de vida que la felicidad y quizá también el cielo radican en la sencillez y en la elección personal de tu destino.
No sin cierto sarcasmo, Mosteo se ubica en el infiernocielo de sus lecturas y escrituras, se desdobla en el fantasma, en el espíritu burlón de sí mismo que, como cualquiera de nosotros, zarandeado por los condicionantes de un mundo que no entiende, por el azar y el absurdo, solo encuentra en la escritura-lectura el punto de común unión con el resto de sus congéneres.
El libro se cierra con un último poema a modo de «Epílogo» dedicado al «Espíritu de Verón», poeta y fotógrafo de Calatayud, contrapunto poético del mismo Rimbaud, cuya pierna ortopédica se constituye en símbolo del precio de la libertad creativa y vital, del viaje y la aventura, del anhelo constante de nuevas experiencias, actitud que contrasta con la del escritor bilbilitano José Verón Gormaz quien, como Marcial o Fray Luis en sus respectivas épocas, ejemplifica esa otra forma de entender la vida y la poesía más calmada, equilibrada y serena a la que, si no mueres durante el tránsito, terminas arribando tarde o temprano. De alguna manera, en estos versos finales se resume la idea central del conjunto: en todo escritor, en todo ser humano se encierra un cielo y un infierno, entre los extremos de Rimbaud y Verón, hay un amplio espectro vital y poético del que bebe la poesía de José Luis Gracia Mosteo y se alimenta su existencia y seguramente también la nuestra. Al fin y al cabo, La pierna ortopédica de Rimbaud no es sino un intento de explicar la vida, el arte y la literatura de los particulares «virgilios» del autor que, como un nuevo Dante, ha viajado, viaja y viajará por el infierno, purgatorio y cielo de la mano de cada uno de ellos al sumergirse en sus obras, es el testamento irónico-poético de un lector irredento que nos explica su ser poético mediante el recuerdo-homenaje de las múltiples voces artísticas que reverberan en su propia escritura.
Juan Villalba Sebastián, Revista Turia
El escritor aragonés José Luis Gracia Mosteo (Calatorao, 1957) recibió en 2018 el primer premio de poesía «Melaza» que otorga el Ayuntamiento de Salobreña por su libro La pierna ortopédica de Rimbaud, en el que, a la manera de Dante en la Divina comedia, a lo largo de treinta y tres poemas enjuicia a otros tantos poetas, pintores, novelistas, filósofos, cineastas e incluso a sí mismo, enviandolos al Cielo, el Purgatorio o el Infierno «por haber vivido como lo han hecho».
Tuve ocasión de asistir, hace unas semanas, a la presentación del libro en el Ateneo de Madrid, y tras las elogiosas palabras para nuestro escritor del presidente de la Sección de Literatura de esta institución, Aarón García Peña, el propio autor se encargó de decirnos que, pese a encontrarse allí vivito y coleando, se había mandado a sí mismo al Cielo. Hipocresía, ninguna; ironía y humor, a espuertas. Lo que el lector no sabe hasta que se adentra en la lectura del libro es que la principal razón para enviarse a sí mismo el Cielo es la de volver a compartir espacio con su padre, al que describe como un hombre «amable / pero poco comunicativo, un hombre / que había nacido en los Pirineos / y bajó al valle donde se casó / y murió sin hacer apenas ruido», evocando una conversación con él a propósito del asesinato de Kennedy, cuando el autor contaba solo seis años de edad: «Ahora, tantos años después de la muerte / de Kennedy, miro a mi padre que viaja / a mi lado sin hacer ruido, miro / los campos de Calatorao y pienso / que él sí que era el más poderoso del mundo» (Gracia Mosteo, 2018: 64).
Viajar eternamente con el hombre más poderoso del mundo, el músico que vivió sin hacer ruido, bien vale el esfuerzo en esta vida de procurar a toda costa ir al Cielo. Y sin embargo, la eternidad se reinterpreta en clave de mecánica cuántica, y la realidad y la ficción, el sueño y la vigilia, la finitud e infinitud, el tiempo y el espacio («la edad me ha descubierto que el calendario / es un laberinto donde se puede / uno perder») desdibujan sus límites en una poesía que, sin perder de vista su herencia clásica, se zambulle en la más absoluta modernidad:
«Schrödinger no es Schrödinger»
La realidad es una ficción,
no estamos más vivos que los héroes
de los libros; no somos distintos
a ellos ni tampoco más concretos.
Hasta el momento en que comprobamos
la realidad compartida, ser
y no ser son verdaderos. Eso es
la mecánica cuántica. Solo entonces
se puede descartar lo que no es cierto.
Mientras tanto, son igualmente reales
una y otra, ambas posibilidades.
Esa persona que un día amamos
y que no nos quiso más que en sueños,
sí nos quiso. Esa otra que ya no está
y con la que sueñas, sigue existiendo.
Es la paradoja de la caja y el gato:
yo estoy aquí pero fallecí en Viena
de tuberculosis; estoy contigo
y en Alpbach enterrado. Los autores
que leemos, están aunque se fueron.
La realidad es una ficción,
es lo mismo estar vivo o estar muerto;
Dios es un lector transformado en libro,
alguien que confunde fuera y dentro (Gracia Mosteo, 2018: 60).Poesía intelectual, metaliteraria, crítica, llena de admiración pero también de ironía, y sin embargo «sentida» en el doble significado de plena de sentido y de sentimiento. El último poema, que cierra el libro, es muy significativo. Dedicado al poeta y gran fotógrafo José Verón (Calatayud, 1946), de él nos dice Gracia Mosteo: «Poeta de la vida sencilla. Su poesía resulta imprescindible para conocer la sensibilidad de los que siguen el ejemplo de Marcial y Fray Luis de León». Y, claro, manda su fantasma literario al Cielo. Aquí les dejo ese último poema del libro, a modo de resumen de una obra cuyo contenido provoca múltiples sugerencias ya desde su mismo título:
«Epílogo: el espíritu de Verón»
Susana Diez De La Cortina Montemayor, Ronda Somontano
Dicen los discípulos de Platón
que llevamos el cielo y el infierno.
Contesta Aristóteles que la idea
no nos guía al conocimiento,
sino la experiencia, ese vehículo
que conduce al edén o el abismo.
Digo yo que Pessoa y Laforgue,
Scott Fitzgerald y Stevenson,
además de Verón, son mis virgilios,
ellos, sus novelas y poemas.
Dicen los discípulos de Platón
que llevamos el cielo y el infierno:
digo yo que el mal lo cantó Rimbaud,
el bien, Verón en sus versos:
el campo, el sol que nace
y el paso lento del tiempo (Gracia Mosteo, 2018: 67).