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Crímenes contados (2006) (coautor), relatos

Palencia, Menoscuarto Ediciones

Crímenes contados es una antología de relatos policíacos de autores españoles a cargo de F. Martínez Laínez. En ella podemos encontrar narraciones cortas de Alicia Giménez Bartlett, Andreu Martín, González Ledesma, Juan Madrid, Juan Bolea, Martínez Laínez, Rafael Reig, Miguel Agustí, José Luis Muñoz, Manuel Quinto, Julián Ibáñez, Rafael Fuentes o Gracia Mosteo. El libro cuenta con un prólogo de Fernando Martínez Laínez, que ha hecho la antología, en donde proporciona algunas pinceladas sobre la actualidad del género negro y su relación con el americano, además de hacer un estudio de la evolución de la figura del detective. Crímenes contados quiere reflejar la mezcla heterogénea de autores, estilos y tendencias que caracteriza el momento actual de la literatura criminal en España. El libro contiene los relatos «Buena suerte, basuras» (Miguel Agustí), «La tumba de su mejor amigo» (Juan Bolea), «Miruna» (Rafael Fuentes), «La voz de la sangre» (Alicia Giménez Barlett), «El tiempo en las ventanas» (Francisco González Ledesma), «Cerdos» (Julián Ibáñez), «Cosas que pasan» (Juan Madrid), «Ahora vamos a hablar de Laura» (Andreu Martín), «Mirando al mar» (Fernando Martínez Láinez), «El inspector» (José Luis Muñoz), «Porno duro» (Manuel Quinto), «Caso cerrado» (Rafael Reig) y «Adán prefiere a la serpiente» (J. L. Gracia Mosteo.) He aquí un ejemplo de este último.

Fragmento

«Adán prefiere a la serpiente»

…A veces uno tiene que enfrentarse a casos que rebasan el sentido común (algo, por otra parte muy poco común), el de la orientación y hasta el del ridículo. Supongo que es inevitable en este oficio, aunque no inhabitual. Uno no se acostumbra a tratar con ciertos tipos y prefiere a los canallas que a los lunáticos que, si te descuidas, te contagian. Pero perdonen si no me he presentado. Me llamo Juan, inspector Juan Barraqueta. Sirvo en la comisaría de ahí al lado, ya saben, la que está junto a la Estación de Autobuses. Tal vez les suene. Hace cinco años tuve que enfrentarme a un asesino en serie empeñado en liquidar a todos los poetas de la ciudad; y hace uno, a un pertinaz profanador de tumbas. No sé si se acordarán. Los de buena memoria tal vez, pues los casos saltaron a los periódicos e incluso hubo un listo, por no decir un sinvergüenza, que sacó un par de novelas que bautizó como El asesino de Zaragoza y El rock de la dulce Jane, ya se pueden imaginar qué bodrios con esos títulos, a ver si sacaba tajada. Por supuesto le puse una denuncia y está en los tribunales, pero me parece que no me va a servir de nada pues el plumilla está más tieso que la mojama. En fin, que menudo oficio. Como para echar cohetes. Y es que ya sólo se puede confiar en los delincuentes. Esos nunca te engañan. Con ellos, siempre lo tienes claro: desde el primer instante, sabes lo que puedes esperar y lo que pretenden que, como es sabido, en este jodido mundo estamos todos solos. Pero a lo que estamos, tuerta. El caso es que no sé cómo me cargaron el caso, joder qué informe me está saliendo con tantos colegas haciendo el indio. Supongo que será para que no les tenga envidia. Lo cierto es que aún recuerdo al mirlo, porque aquel tipo era un mirlo, cuando vino a prestar declaración…

J. L. Gracia Mosteo

«Crímenes contados», por Marta Sanz

F. Martínez Laínez en los preliminares de esta antología constata el cambio operado en la figura del detective desde los orígenes del género: el filo zigzagueante que separa el bien del mal, la neblina que se cierne sobre las ideologías, subrayan el escepticismo y la impotencia de unos héroes-antihéroes que no tienen claro cuál es el sentido de su existencia ni de esos achaques que contraen a fuerza de desilusiones, chicas que no eran lo que parecían y muchos tanganazos del bourbon. Ese modelo de detective melancólico, duro y moral en el desaliño de su conducta, es el de aquel agente sin nombre que siembra cizaña en Poisonville, o el de Marlowe, especialmente en El largo adiós… Algo parecido ocurre con el Maigret de Simenon e incluso con el comisario Wallander que asiste al desmoronamiento de la socialdemocracia sueca, a causa de una globalización, que saca a la luz el infierno de los paraísos más remotos.

En la versión española del género —tendente al costumbrismo y al chascarrillo, y ni lo uno ni lo otro se apuntan con acritud— también encontramos a esos perdedores que bracean, entre aguas calientes y frías, como Carvalho. Tal como apunta Martínez Laínez, en paralelo, el criminal se transforma y camina hacia el territorio de lo psicopatológico: los detectives se convierten en psiquiatras y los policías, en forenses. La sociología deja paso a la psicología y el compromiso del género negro deviene, a menudo, en el cientifismo de la doctora Kay Scarpetta —por poner un ejemplo único— o en su falsa antípoda: la magia templaria. El cambio de derrota en la mentalidad criminal, desde el racionalismo —se mataba por dinero o por ansia de poder o por algo «razonable»—, hacia las psicopatologías, liquida el entramado de la novela-enigma, porque la deducción lógica para inferir los móviles queda invalidada en el universo desestructurado y polimórfico de la mente enferma: el extremo opuesto de esta concepción lo hallamos en las novelas de Mrs. Christie donde la locura sólo es una excusa para librar al reo de la horca, porque la locura, en su universo de tramas relojeras, no puede existir. Los lectores ya no desean tampoco que Ripley se salga con la suya y ni se compadecen del verdugo porque sus anomalías monstruosas nos impiden comprenderlo: ya no es como cuando un nieto mataba a su abuelo porque el viejo lo torturaba, y el detective le abría el resquicio de la puerta de atrás.

Aunque parezca que cada día los límites son más difusos, en el fondo, cada vez los compartimentos estanco se tabican con muros más compactos, y la desconfianza, el odio y la xenofobia han echado raíces en nuestro mundo y en nuestros productos culturales. Crímenes contados es una antología, que nos permite reflexionar en esta dirección y, al mismo tiempo, anula el prejuicio de que este tipo de narraciones, breves y altamente codificadas, puede leerse con un ojo abierto y otro cerrado: M. Agustí, con mano maestra, define personajes de una sola pincelada. J. Bolea escribe una historia de negocios, adulterios y burguesías rampantes, protagonizada por la inspectora Martina de Santo, un denunciante sin credibilidad, una mujer fatal que no lo parece y otra, que lo parece, pero no lo es. Tampoco se puede cerrar el ojo, con el cuento de R. Fuentes: la crueldad, los prostíbulos y las dobles personalidades, las sectas y los matones toman forma a través de un lenguaje de la violencia digno de Hadley Chase o del sheriff de las 1280 almas de Thompson, pero en el nuevo espacio mítico del corredor del Henares.

El sexo duro y el humor grueso están al cabo de la calle, igual que en ese alarde de culturalismo-serie B, titulado «Porno duro» de M. Quinto. Giménez Barlett presenta un caso de la inspectora Delicado, en el que la química entre esta «Quijota» del feminismo —en un mundo real y literario gobernado por señores— y el subinspector, su sabio escudero, es encantadora. F. González Ledesma, el mítico Silver Kane, trenza en su cuento el amor y la muerte en una casa en ruinas habitada por gatos famélicos. El casticismo zaragozano y lingüístico de J. L. Gracia Mosteo se enreda al cuello del lector como la serpiente de su relato. J. Ibáñez practica la escritura en viñetas, donde el movimiento, el color y los efectos visuales adquieren tanta importancia como un final ¿abierto?, que paradójicamente se produce en una situación claustrofóbica. Juan Madrid lleva a cabo un brillante ejercicio de concentración que subraya la violencia por efecto de la elipsis, creando una atmósfera que mete arenilla al lector por la rendija del ojo: escuece. A. Martín dibuja un mundo en el que el romanticismo mata, a través de la peripecia de un personaje que recuerda al Muss de «Adiós muñeca». En el relato de Martínez Laínez, los triángulos nunca deberían convertirse en cuartetos: aunque el diccionario lo rebata, los primeros resultan mucho más armónicos. R. Reig nos instala en un ambiente, a caballo entre el negro y la ciencia ficción, a lo Minority Report, a lo Blade Runner, pero con un acierto añadido: el del escritor que, sin aparentar tomarse en serio a sí mismo, pone el dedo en la llaga de un futuro que ya es presente.

Todos los relatos se leen con facilidad, pero ninguno tiene una lectura fácil. En este libro, los practicantes del género confían en un código no gastado, para desvelar nuestras miserias, entreteniéndonos. Y ese optimismo combativo, que se concreta a través de las claves de la tradición, es un ejemplo muy de agradecer.

Marta Sanz, 2006
literaturas.com