Zaragoza, Certeza Editorial
Fragmento
…Me llamo Elena, Elena Oliván, y mañana seré colgada de una soga hasta morir en la ciudadela… Mi delito: haber amado a dos hombres. Hace poco, muy poco, ni siquiera los conocía. Tampoco los oscuros sueños de muerte y redención que albergaban sus casi adolescentes cabezas. Hace poco, muy poco, les hubiera escupido a la cara. Les hubiera entregado. Ahora, mataría por su locura. Mataría por ellos. He perdido mi hacienda, mi posición. He perdido el viento que baja de las montañas; la luz de las estrellas en la noche; el tintinear de las esquilas en los prados. He perdido mi libertad. Todo lo que durante siglos construyeron mis mayores. Todo. Todo a cambio de una celda, un agujero en la roca y la compañía de las ratas y los ciempiés. Todo por culpa (aunque debería decir gracias a) un corruptor de frailes novicios y expresidiario de las cárceles portuguesas y de un extranjero cuyo nombre apenas si sé pronunciar. ¿Soy una ingenua? Es posible. Pero por primera vez en mi vida no tengo miedo. Incluso mataría. Quedan dos o tres horas para que amanezca y necesito hablar, contarle a alguien tanta vida y tanta muerte que me queman. No es que tema a la muerte. No. Lo he dicho. Mis piernas no temblarían en el patíbulo. Pero sí a su espera. Sí a la ansiedad. ¿Por qué estás tú encerrada?
«El loco amor de dos románticos», por Antón Castro
José Luis Gracia Mosteo (1957) está enfermo de literatura desde hace muchos años: le apasiona, le duele, le perturba, le justifica. Tiene una formación muy personal: lo mismo se define un lector empedernido de Emilia Pardo Bazán y Los pazos de Ulloa, de Los Thibault de Roger Martin du Gard, de las sagas de Ignacio Agustí…, que se revela un embrujado con los textos de Catulo, Safo, Virgilio, o un gran conocedor de la novela negra norteamericana, hasta el punto de que él mismo se sintió en la necesidad de crear un inspector como Barraqueta, que aparece en El asesino de Zaragoza (Edit. Zócalo) y El rock de la dulce Jane (Edit. Verbum). En algún recorte de prensa recuerdo haberle oído algo así: «¿Si Norteamérica tiene a Marlowe; Gran Bretaña, a Sherlock Holmes y Cataluña, a Pepe Carvalho, por qué no íbamos a tener nosotros un detective?». Además, le gusta frecuentar todos los géneros: la poesía (hace años confesó que ahí estaban sus inicios y que la dejó porque «verdaderamente, era horroroso», en la que ha cobrado nuevos bríos y ha desmentido el juicio prematuro que se dedicó), el relato y el ensayo, esos textos mestizos que participan de la glosa, del homenaje, del recuento y de la invención. Pero quizá sea en la novela donde ha fraguado sus mejores libros. Ahí están piezas como La saga de los Pirineos (Edit. Zócalo), que es un libro suspenso en detalles de su propia biografía: nacido en Calatorao, Gracia Mosteo pasó muchos veranos en Oliván, en la zona de Biescas, y es ahí donde sucede el relato de los Abarca, que tendría sus antagonistas y a la vez complementarios en los Sos. El libro, contado por un narrador «ingenuo», ofrece un retrato panteísta del Serrablo y un cuadro pintoresco de personajes muy dispares: enamorados, militares, campesinos, soñadores, ociosos… Ese libro acotaba un territorio, un punto de vista; revelaba una sensibilidad de creador, de un creador que intentaba ofrecer un mundo totalizador y en descomposición a través de varias generaciones de una familia: la España rural que se mudaba de piel a pasos vertiginosos y derivaba hacia el abandono y las soledades.
Desde ahí, desde la novela de estirpe con leyenda, Gracia Mosteo dio un salto muy diferente y eminentemente libresco. El escritor, a lo largo de su trayectoria, ha insistido en varias ocasiones en su fascinación por Edgar Allan Poe (1809-1949), un autor que dejó una inequívoca huella en Stephane Mallarmé, Charles Baudelaire, Julio Cortázar, Horacio Quiroga o Jorge Luis Borges, pongamos por caso. Un escritor de vida tumultuosa, romántica y exacerbada, al que nunca le faltó talento: algunos de sus cuentos son extraordinarios. Y hablamos, al menos, de una veintena. No sabemos donde leyó u oyó Gracia Mosteo la leyenda de que Poe pudo haber estado en Europa hacia 1827 o en una fecha próxima. Tampoco habría sido tan raro: Poe fue vindicado y traducido en Europa por Baudelaire y Mallarmé. Pues bien, de ese burdo rumor —diremos con ironía y en homenaje a Javier Krahe: Gracia Mosteo es un entusiasta de los cantautores— nació una novela que exigía otro contrapunto: ¿qué escritor español, romántico, de existencia fascinante, con aureola de seductor, podría haberse encontrado con Poe en Europa, en concreto en Marsella, adonde se supone que podría haber arribado el autor de El caso del señor Valdemar?
Gracia Mosteo leyendo aquí y allá descubrió o soñó que José Espronceda había estado desaparecido por esa época, desaparecido, oculto o huido, y decidió urdir una trama para ambos. Determinó hacerlos coincidir en Marsella y que compartiesen el amor de una mujer. Aquí entra el factor aragonés, el designio de los Pirineos. Con estos mimbres y estos delirios, Gracia Mosteo escribió La dama cautiva de Jaca (Edit. Zócalo) y la echó al mundo. Qué bonito, qué intenso, qué sugerente: creó un atmósfera de embrujo, un tono amoroso, un amasijo de literaturas cruzadas, porque la novela, breve e intensa, matizada por el olor de la literatura absorbida como juego y posibilidad de hacer posible lo improbable, de modificar la historia, propone un laberinto de espejos, un viaje, y exalta a los tres personajes: a Poe, desdeñoso con los poderosos, amable y entregado a los humildes; a Espronceda, seductor y culto y siempre desarbolado por los afectos; a esa mujer que enamora y envuelve a los rivales inesperados, esa dama que derrama sobre su vida una quimera, un olor a paraíso, una tentación de felicidad. Una dama que hace pensar por igual en Ligeia, Morella y Berenice de Poe, que en la Teresa de los Cantos de Espronceda, pues como todas ellas, se ofrece y se esfuma; como todas ellas, es hermosa, radiante, mortal de amor. Hay muchos aspectos que resaltar en este libro: quizá participe levemente de la novela de aventuras, de la novela amatoria, de la ilusión, pues respira el aire de la Jacetania y, en el fondo, forma parte de una trilogía con la novela anterior, La saga de los Pirineos, y El barón de Oliván aún inédita.
Gracia Mosteo continúa su obra y continúa ensanchando su mundo. Es el mundo del lector voraz. Todo escritor es un lector. En el año 2004, publicó La balada del valle verde (Edit. Huerga & Fierro), un poemario que recibió el premio Elvira Castañón. Y lo recordamos aquí porque era un libro elegiaco, una mirada a las cosas del campo, a aquellos días en «que el sol era el único reloj». Ese volumen también refleja la hondura y la variedad de las lecturas de Gracia Mosteo, que volvió a rizar el rizo en otro libro con El pintor de fantasmas (Edit. Certeza), un conjunto híbrido, metaliterario, donde reaparece Poe con sus sombras, con su tormento. Se trata, cómo no, del mismo Poe que aparece aquí: uno de esos escritores que vivían la literatura hasta la locura y la embriaguez definitiva. En el fondo, a Gracia Mosteo le ocurre algo semejante, aunque da la sensación de que no lo hace de modo tan peligroso y de que ha rebasado los 40 años, exactamente los que vivió Poe, creciendo a diario, mejorando, hallando nuevas palabras y nuevas historias que contarnos. Nuevas historias como ésta de La dama cautiva de Jaca que son una elucubración deliciosa, un sueño y un joven mito pirenaico ya.
Antón Castro, 2006